Todo es distinto. El sitio, o yo, o ambos (los dos), o ninguno (nada). Han cambiado el tiempo, el peso de la letra y han aparecido nuevas canciones en nuestro idioma común. La cámara sigue ahí, esperando a que miremos por ella y a que la disparemos con un poco más de entrañas que la vez anterior. Y con algo menos de certeza.
Cada rotura en la acera es la huella de un suicidio. La fama de una ciudad se mide por su número de poetas muertos, pintores exiliados y canciones en la radio.
Los poetas neoyorkinos escriben como perdedores y mueren famosos.
Deberían bautizar enfermedades con nombres de poetas. Alguna cura también. Así Ginsberg sería el grito del delirio de la fiebre, Adonis el epitafio escrito antes de la catástrofe y Lorca el consuelo del recuerdo de la tierra lejana.
Esas mujeres que reniegan del tiempo como la momia de Cleopatra no conocen a los poetas, pero compran cuadros chillones de superficie brillante y consiguen banalizar los sueños.
Dicen que las fotografías y los poemas tienen cosas en común. Algunos fotógrafos mueren en guerras ajenas y también dejan marcas en el suelo.
Conviene dejar las aceras sin reparar un tiempo. En el momento de la muerte es difícil valorar si las palabras de un hombre merecen atención. Parchear el bache podría ser como quemar sus cuadernos o sus negativos.
Quiero acercarme a las leyendas, pero de forma segura, solo para tomar unas copas. Creo que voy a hacerme amigo del enterrador.
NYC.